El vuelo de Noa (5º Capítulo)
A pesar de que hay retratos míos por todas partes y de que me informan de manera gráfica cómo y cuál fue el tipo de vida que llevé, la imaginación me aborda en cada rincón de mis recuerdos y a veces los transformo para crear aquello que veo, sea o no verdad. Me veo regordeta, con ojos grandes y pelo negro con un gran flequillo. Siempre atenta y sonriente. Da la sensación de que ya de pequeña me di cuenta de la peculiar familia en que me tocó vivir y se ve que no quería perderme detalle de todo lo estrambótico que solía suceder a mi alrededor. Sé que mi madre se apegó mucho a mí, a pesar de que al principio no se planteó si quiera traerme al mundo. En casi todas las fotos ella siempre sale a mi lado sentada, de pie jugando conmigo, dándome de comer… Siempre a mi lado. Me observaba de lejos y de cerca. A cada paso mío ella temblaba con la posibilidad de que me fuera a caer. Me dejó crecer por puro milagro y porque nada podía hacer para impedirlo, pero de ser por ella jamás habría pasado de la época que huele a potitos y pañales.
Fui su manía en cuanto nací y quiso demostrármelo a todas horas. Tardé en gatear porque siempre andaba en sus brazos. Tampoco anduve hasta bien tarde porque nunca quería bajarme del cochecito y ni se esforzó en enseñarme a hablar porque ella comprendía cada balbuceo que yo pronunciaba y me colocaba el chupete cuando movía la boca o me daba galletas cuando creía que tenía hambre. Desarrollé el instinto de escuchar porque hablar me estaba vedado o porque sencillamente yo era así de reservada. Me cuentan que me sentaba en el suelo y mi madre se ponía a jugar conmigo y luego empezaba a divagar y se exaltaba hablando de temas políticos o trascendentales interpretado para mí con muñecas. Yo la miraba y me reía. Tal vez la entendía o tal vez simplemente me hacía gracia el verla hacer guiñoles poniendo caras y ofuscándose. Pero después ella me acariciaba y abrazaba hasta que ya no podía reír más y luego simplemente me acunaba. Con los años aprendí a calmar mis enfados o mis frustraciones escuchando horas y horas a mi madre. Yo no le contaba nada y ella simplemente disertaba sobre el primer tema que se le ocurría. Luego esperaba el tan ansiado abrazo y por fin caía en el gozo profundo de la calma ¡Cuántas veces lo eché de menos cuando estuve sola y sin nadie a quien oír ni abrazar! Mi madre y yo, por mucho tiempo, fuimos inseparables a pesar de sus rarezas y mis silencios.
Mi padre nos contemplaba y disfrutaba de cerca y luego de mí a solas cuando ella no estaba o dormía. Recuerdo juegos al anochecer con linternas, cuentos en el parque bajo un árbol, caramelos de sus bolsillos a escondidas que sabían a aventuras y a misterio… Él era tan callado como yo y nuestros silencios eran el festín de los reservados. A mí me llenaba simplemente el sentirlo a mi lado. Cuando hablábamos entre nosotros era porque era necesario o importante. Eso hizo que nuestra relación fuera estrecha y muy personal. Para mí él era el viento que mecía las copas de los árboles y yo sentía paz con el arrullo de su voz. Procuraba que yo me alejase de malos pensamientos y de vez en cuando me sacaba justo a tiempo de las estrambóticas ideas de mi madre. A pesar de que eran muy diferentes y raros, ellos se querían y su amor les mantenía unidos y el amor hacia mí les ataba aún más. Gracias a él yo crecí en un seno poco corriente de familia atípica, pero feliz a mi manera. De no ser porque se amaban, jamás mi madre habría soportado tantos silencios de él y tampoco mi padre habría aguantado los desvaríos de ella. Yo nací para ser su nexo, alguien con quien podían relacionarse sin necesidad de esforzarse en ser alguien que no eran. Conmigo mi madre podría hablar y conmigo mi padre podría callar. Éramos un buen trío. Aunque por muy bien que me sintiera entre los tres mosqueteros, mi sueño, desde mi primer año, fue alguien que me acompañara siempre, que me persiguiera en mis juegos y me quitara la pelota en el parque. A mí me faltaba un cuarto. Me faltaba D’Artagnan…
Fui su manía en cuanto nací y quiso demostrármelo a todas horas. Tardé en gatear porque siempre andaba en sus brazos. Tampoco anduve hasta bien tarde porque nunca quería bajarme del cochecito y ni se esforzó en enseñarme a hablar porque ella comprendía cada balbuceo que yo pronunciaba y me colocaba el chupete cuando movía la boca o me daba galletas cuando creía que tenía hambre. Desarrollé el instinto de escuchar porque hablar me estaba vedado o porque sencillamente yo era así de reservada. Me cuentan que me sentaba en el suelo y mi madre se ponía a jugar conmigo y luego empezaba a divagar y se exaltaba hablando de temas políticos o trascendentales interpretado para mí con muñecas. Yo la miraba y me reía. Tal vez la entendía o tal vez simplemente me hacía gracia el verla hacer guiñoles poniendo caras y ofuscándose. Pero después ella me acariciaba y abrazaba hasta que ya no podía reír más y luego simplemente me acunaba. Con los años aprendí a calmar mis enfados o mis frustraciones escuchando horas y horas a mi madre. Yo no le contaba nada y ella simplemente disertaba sobre el primer tema que se le ocurría. Luego esperaba el tan ansiado abrazo y por fin caía en el gozo profundo de la calma ¡Cuántas veces lo eché de menos cuando estuve sola y sin nadie a quien oír ni abrazar! Mi madre y yo, por mucho tiempo, fuimos inseparables a pesar de sus rarezas y mis silencios.
Mi padre nos contemplaba y disfrutaba de cerca y luego de mí a solas cuando ella no estaba o dormía. Recuerdo juegos al anochecer con linternas, cuentos en el parque bajo un árbol, caramelos de sus bolsillos a escondidas que sabían a aventuras y a misterio… Él era tan callado como yo y nuestros silencios eran el festín de los reservados. A mí me llenaba simplemente el sentirlo a mi lado. Cuando hablábamos entre nosotros era porque era necesario o importante. Eso hizo que nuestra relación fuera estrecha y muy personal. Para mí él era el viento que mecía las copas de los árboles y yo sentía paz con el arrullo de su voz. Procuraba que yo me alejase de malos pensamientos y de vez en cuando me sacaba justo a tiempo de las estrambóticas ideas de mi madre. A pesar de que eran muy diferentes y raros, ellos se querían y su amor les mantenía unidos y el amor hacia mí les ataba aún más. Gracias a él yo crecí en un seno poco corriente de familia atípica, pero feliz a mi manera. De no ser porque se amaban, jamás mi madre habría soportado tantos silencios de él y tampoco mi padre habría aguantado los desvaríos de ella. Yo nací para ser su nexo, alguien con quien podían relacionarse sin necesidad de esforzarse en ser alguien que no eran. Conmigo mi madre podría hablar y conmigo mi padre podría callar. Éramos un buen trío. Aunque por muy bien que me sintiera entre los tres mosqueteros, mi sueño, desde mi primer año, fue alguien que me acompañara siempre, que me persiguiera en mis juegos y me quitara la pelota en el parque. A mí me faltaba un cuarto. Me faltaba D’Artagnan…
(continuará...)
2 Comments:
Al fin te decidiste! Sólo una cosa: ya tengo ganas de ver a D’Artagnan. Ten cuidado porque a lo mejor se enfada...
Genial como siempre, socia. Tienes el talento de las grandes: dosificas el producto, mantienes la tensión a raya, provocas síndrome de abstinencia y consigues multiplicar las ganancias.
Estaba deseando leer acerca de esta muchachita. Seguro que ni ella sospecha la expectación que ha levantado la historia de su vida.
Me ha encantado la descripción de la relación con cada uno de sus padres. Disfruto de las imágenes que me provoca su lectura como si de una película se tratase.
...y como no podía ser de otra forma, la fotografía le hace justicia.
Enhorabuena, Ada.
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