19 mayo, 2008

El vuelo de Noa (capítulo 6º)

Me di cuenta de esa falta grande que existía en mi corazón, un día en el jardín. Mi padre trataba inútilmente de enseñarme a golpear una pelota con una raqueta más grande que yo. Una y otra vez la tiraba y una y otra vez pasaba de largo detrás de mí. Mi padre saltaba de gozo gritando “bieeeeennn” y moviendo las manos como un mono escalando entre ramas. Yo me reía y él recogía la pelota y volvía a empezar. En eso estábamos cuando de pronto alcancé a darle bien fuerte con la raqueta y la pelota salió disparada a través de la verja, entre el naranjo y las petunias. Anonadado, mi padre ni reaccionó y yo tiré la raqueta, me quedé mirando en la dirección en que desapareció y, cruzando los brazos y enfurruñada, empecé a gritar: “¡¡Nano tae!! ¡¡Nano tae!!”. He de aclarar que esa frase, en mi jerga pueril, significa “hermano trae”, cosa que mi padre entendió y a lo que reaccionó abriendo un poco más la boca. Yo me callé al darme cuenta que “nano” no iba a venir corriendo por la calle con la pelota en la mano para dármela y entonces miré a mi padre y me puse muy triste. Comprendí que estaba sola, única prole de mis padres, egoístas al no pensar que necesita a alguien que me trajera una simple pelota extraviada. Necesitaba un compañero de andanzas, un sancho panza en miniatura.

Desde entonces, ahí estaba yo todos los días, nada más terminar de desayunar me levantaba y, envuelta en harapos de antigua ropa de mi madre a modo de disfraces recolgantes, me agachaba en cada rincón y levantaba cualquier colcha de las camas, la falda de camilla, miraba detrás de las cortinas, a través de las ventanas, dentro del televisor… Buscaba incansablemente al hermano o hermana que debía existir y se había perdido en la inmensidad que por entones para mí era la casa. Era la obsesión de mi vida cuando solo contaba con apenas año y poco. Mis padres no quisieron entender qué es lo que yo estaba buscando con tanto afán, aunque yo creo que más bien se hacían los suecos en esa cuestión. Imagino que ya un bebé no estaba programado, cuanto menos dos. Yo llamaba a “nano” por cada hueco de la casa y nunca hallaba contestación. Les preguntaba por mi tan ansiado hermano y como respuesta mi madre me daba un potito de frutas y mi padre la pelota de tenis. Comprendí que ellos no querían hablar de un futuro “nano” y por un tiempo dejé de buscar.

Me crié rodeada de las paredes coloridas de mi casa, un jardín que en las noches de verano olía a nostalgia y un sinfín de imaginación volcada en cada resquicio de mis ansias de niña. Pero nada de mocosos, amigos de mis padres o vecinos curiosos. Apenas tenían mis padres grandes amistades y las cultivaban en la calle, era raro verles hacer vida de amistad en casa. Tampoco invitaban a los niños de la guardería a jugar y además a mí tampoco me habría gustado, porque según la maestra mi mejor amiga era la tortuga Mariela, mascota de la clase y ser centenario e inerte donde los halla. Al parecer las relaciones sociales, sin “nano”, no me interesaban. Quizá por mi aislamiento social o porque se sentía mal por no tener un compañero de juegos, mi padre instaló en mi cuarto un dosel a modo de tienda de campaña, pero no la puso encima de cama para que no me acribillaran los mosquitos en verano, sino en el suelo, para que yo tuviera una cueva de las maravillas, un castillo de princesa o simplemente un refugio donde nadie podía entrar sin mi permiso. Lo llené de cojines, globos que explotaban cada vez que los pisaba, tazas con chocolate caliente que olvidaba tomar, cajitas del tesoro, joyas de plástico, piedras bonitas de la calle y muñecas de peluche que mi madre cosía a mano, con colores estridentes y un ojo más arriba que el otro. Ahora que me acuerdo de ellas dan un poco de miedo. Pero yo les veía cierto parecido a los seres de otro planeta que habitaban en mi cabeza, entre los que se encontraba la cara de mi madre. Ese era mi rincón, mi espacio, mi cuna, mi lugar donde los sueños son reales y los miedos no pueden traspasar la cortina. Allí pasé mi infancia acariciando un mundo inventado que aún hoy recuerdo casi hipnotizada por su sabor. Y también en mi adolescencia pasé largos rato tumbada pensando y tomando decisiones importantes, hasta que me fui de casa y eché de menos mi dosel; mi refugio lejano del caos que me rodeaba.
(continuará...)